Camino por sus calles, pisando sus adoquines, oyendo a mi paso, ecos del pasado. Corredera abajo hasta la Casa de la Marquesa, las monjas y la pequeña plaza de San Benito. Dicen que donde estaba la ermita hubo una sinagoga judía.
Llego a la plaza mayor, asomándome desde la esquina, como quien juega al escondite. Luz tenue de cuatro faroles. No hay un árbol en toda la plaza. La fuente de los santos enmudece ante la fachada de la parroquia. Es una iglesia grande, soberbia de torre y piedra vieja. El reloj nunca está en hora. Ahora un foco ilumina desde abajo la altura hasta el campanario. Le da un color rojizo, casi de la Alhambra. A la izquierda, el Ayuntamiento. Es un edificio grande, blanco, con dos torres a los lados, culminadas en punta por grises azoteas. Coqueto y distinguido. En frente, el casino, donde los socios pasan horas hojeando el periódico en la sala de lectura –ojo avizor en dos ventanas- o apoyados en su fachada amarillenta. Parece que no pasan los años para los casinos de provincia. Como en casi todos, un aire de Calle Mayor de Bardem. Bajamos por la calle del santo, a espaldas de la iglesia. Una calle en dos piezas: una muy estrecha en cuesta y otra horizontal más ancha. Casi se ensancha al punto de la casa del santo chico, como dicen allí. Al final de la calle casi podemos oler el campo en dirección al prao. El pueblo duerme en paz, porque es tarde y mi paseo solitario.
Azorín, en un artículo titulado “Decadencia”, recogido en Literatura y Política (Madrid, 1920):
“¿Vosotros no habéis estado en Escalona, en Olmedo, en Arévalo, en Almodóvar del Campo, en Infantes, en Briviesca, en algunas vetustas ciudades españolas, antes espléndidas, ahora abatidas?”
Llego a la plaza mayor, asomándome desde la esquina, como quien juega al escondite. Luz tenue de cuatro faroles. No hay un árbol en toda la plaza. La fuente de los santos enmudece ante la fachada de la parroquia. Es una iglesia grande, soberbia de torre y piedra vieja. El reloj nunca está en hora. Ahora un foco ilumina desde abajo la altura hasta el campanario. Le da un color rojizo, casi de la Alhambra. A la izquierda, el Ayuntamiento. Es un edificio grande, blanco, con dos torres a los lados, culminadas en punta por grises azoteas. Coqueto y distinguido. En frente, el casino, donde los socios pasan horas hojeando el periódico en la sala de lectura –ojo avizor en dos ventanas- o apoyados en su fachada amarillenta. Parece que no pasan los años para los casinos de provincia. Como en casi todos, un aire de Calle Mayor de Bardem. Bajamos por la calle del santo, a espaldas de la iglesia. Una calle en dos piezas: una muy estrecha en cuesta y otra horizontal más ancha. Casi se ensancha al punto de la casa del santo chico, como dicen allí. Al final de la calle casi podemos oler el campo en dirección al prao. El pueblo duerme en paz, porque es tarde y mi paseo solitario.
Azorín, en un artículo titulado “Decadencia”, recogido en Literatura y Política (Madrid, 1920):
“¿Vosotros no habéis estado en Escalona, en Olmedo, en Arévalo, en Almodóvar del Campo, en Infantes, en Briviesca, en algunas vetustas ciudades españolas, antes espléndidas, ahora abatidas?”
1 comentario:
Azorín templó tu pueblo... un alicantino en la Mancha. El mío que le quedaba a dos tiros de piedra no supo fotografiarlo.
Es grato conocer tus calles y sus lugares a través de estos textos.
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